La palabra esperanza se deriva, con el sufijo de cualidad –anza procedente del latín –antia, del verbo en latín sperare (en conclusión: el que espera), derivado de spes. Pero la palabra spes suele vincularse a una raíz indoeuropea –spe (expandirse) y también presente en el adjetivo latino prosperus (feliz, que se expansiona) de donde viene próspero y prosperar.
Es decir, la esperanza es un estado
de espera en el que se promete una felicidad con la que nos expandimos hacia la alegría, el alivio u otros estados que, al
fin y al cabo, parecen recomponernos. La esperanza es claramente lo último que
se pierde para el común de los mortales puesto que, en caso contrario,
implicaría renunciar a lo que potencialmente nos hace felices y en lo que en muchas ocasiones,
hemos invertido gran parte de nuestro tiempo y energía.
Sin embargo, el devenir no siempre
se pronuncia como en principio desearíamos a favor de nuestras esperanzas. Puede
ocurrir entonces que tengamos un margen de tiempo para “retocar” nuestros
objetivos y que se acomoden mejor a las situaciones sin perder mucha de la
esencia inicial; o que podamos componer un nuevo escenario en el que alcancemos
el mismo fin con distintos medios.
A veces también desistimos porque ya no nos
alcanza el ánimo, el tiempo, la paciencia o las ganas. Vamos madurando estos
estados en nuestro sentir y encontrando justificaciones, puede que inconscientemente, para abandonar
nuestra idea primigenia. Sufrimos una transición en la que la tristeza y el ego
herido tienen cabida, y tanto que la tienen! Pero vamos tanteando nuevas
esperanzas, nuevas expansiones con las que alentarnos.
Puede ocurrir sin embargo que tengamos
tiempo, ganas, paciencia, ánimos, ilusión; que sintamos estar cada vez más
cerca de la “prosperitas” o mejor aún, que el camino mismo sea la prosperitas!
Y sin previo aviso, súbitamente, todo cambia radicalmente y de manera
insuperable. Absolutamente nada depende de ti ni tiene que ver contigo. Sabes
desde lo más consciente y racional hasta lo más profundo de tu corazón que no
hay nada que hacer. No hay más camino. No hay nada que maquillar, ni siquiera
nada con lo que nuestra retorcida mente pueda coquetear para apegarse – lo cual
debería ser un consuelo. Pero el panorama interno que nos queda es desolador.
Un profundo hueco en el que sentimos saltar sin cuerda una y otra vez algo
dentro de nosotros – estar subido en la caida libre…y caer donde no hay red.
Es el hondo y extenso espacio de la
esperanza deshabitada.
Llegados aquí, sólo puedo llevarme
la mano al corazón que se duele, hacer una reverencia agradeciendo el camino
andado y decirme “Buena suerte, mala suerte… ¿quién sabe?”.
Había una vez un hombre que vivía
con su hijo en una casita del campo. Se dedicaba a trabajar la tierra y tenía
un caballo para la labranza y para cargar los productos de la cosecha, era su
bien más preciado. Un día el caballo se escapó saltando por encima de las
bardas que hacían de cuadra.
El vecino que se percató de este hecho corrió a la casa del hombre para avisarle: -Tu caballo se escapó, ¿qué harás ahora para trabajar el campo sin él? Se te avecina un invierno muy duro, ¡qué mala suerte has tenido!
El hombre lo miró y le dijo:
-Buena suerte, mala suerte, ¿quién sabe?
Pasó algún tiempo y el caballo volvió a su redil con diez caballos salvajes más. El vecino al observar esto, otra vez llamó al hombre y le dijo:
-No sólo recuperaste tu caballo, sino que ahora tienes diez caballos más, podrás vender y criar, ¡qué buena suerte has tenido!
El hombre lo miró y le dijo:
-Buena suerte, mala suerte, ¿quién sabe?
Unos días más tarde el hijo montaba uno de los caballos salvajes para domarlo y calló al suelo partiéndose una pierna. Otra vez el vecino fue a decirle:
-¡Qué mala suerte has tenido!, tras el accidente tu hijo no podrá ayudarte, tu eres ya viejo y sin su ayuda tendrás muchos problemas para realizar todos los trabajos.
El hombre, otra vez lo miró y dijo:
El vecino que se percató de este hecho corrió a la casa del hombre para avisarle: -Tu caballo se escapó, ¿qué harás ahora para trabajar el campo sin él? Se te avecina un invierno muy duro, ¡qué mala suerte has tenido!
El hombre lo miró y le dijo:
-Buena suerte, mala suerte, ¿quién sabe?
Pasó algún tiempo y el caballo volvió a su redil con diez caballos salvajes más. El vecino al observar esto, otra vez llamó al hombre y le dijo:
-No sólo recuperaste tu caballo, sino que ahora tienes diez caballos más, podrás vender y criar, ¡qué buena suerte has tenido!
El hombre lo miró y le dijo:
-Buena suerte, mala suerte, ¿quién sabe?
Unos días más tarde el hijo montaba uno de los caballos salvajes para domarlo y calló al suelo partiéndose una pierna. Otra vez el vecino fue a decirle:
-¡Qué mala suerte has tenido!, tras el accidente tu hijo no podrá ayudarte, tu eres ya viejo y sin su ayuda tendrás muchos problemas para realizar todos los trabajos.
El hombre, otra vez lo miró y dijo:
-Buena
suerte, mala suerte, ¿quién sabe?
Pasó el tiempo y estalló la guerra con el país vecino de manera que el ejército empezó a reclutar jóvenes para llevarlos al campo de batalla. Al hijo del vecino se lo llevaron por estar sano y al accidentado se le declaró no apto. Nuevamente el vecino corrió diciendo:
-Se llevaron a mi hijo por estar sano y al tuyo lo rechazaron por su pierna rota. ¡Qué buena suerte has tenido!
Otra vez el hombre lo miró diciendo:
-Buena suerte, mala suerte, ¿quién sabe?
Pasó el tiempo y estalló la guerra con el país vecino de manera que el ejército empezó a reclutar jóvenes para llevarlos al campo de batalla. Al hijo del vecino se lo llevaron por estar sano y al accidentado se le declaró no apto. Nuevamente el vecino corrió diciendo:
-Se llevaron a mi hijo por estar sano y al tuyo lo rechazaron por su pierna rota. ¡Qué buena suerte has tenido!
Otra vez el hombre lo miró diciendo:
-Buena suerte, mala suerte, ¿quién sabe?
(Cuento Sufí)